Muchos detalles se me han perdido en el espejo roto de la memoria, y apenas recuerdo el miedo que tenía antes de que sonara el timbre de la salida. José Isaac, uno de los niños más queridos del tercer grado, y yo, íbamos a pelear. La primera vez en mi vida. También para él, creo. Las apuestas estaban a su favor... porque era más grande... porque era el mimado... porque yo casi no hablaba con nadie y el tipo ese era un playboy de nueve años.
¿Por qué el duelo? Ni idea. Treinta años después no se me ocurre otra razón que el amor de una chiquilla, que es por lo único que un hombre debe arriesgar la vida.
La pelea en sí no duró mucho. Lo que me palpita todavía es el terror previo, el que sentía mientras pasaban las horas, y se acercaba el momento de matarnos a golpes, que es lo que dijimos que haríamos cuando nos encontráramos a la salida. La sangre se me iba congelando segundo a segundo. Cada vez que sonaba el timbre del final de una hora de clase el corazón me daba un brinco de susto, y un dolor de estómago me recordaba las urgencias de los purgantes.
Así llegó la hora. José Isaac estuvo ahí primero y me esperaba en la plaza con una risa de medio lado. Me acerqué. Él dio un paso. Yo otro. Pensaba que era mejor salir corriendo, pero mis pies no obedecían. Él levantó los brazos y yo me llené de espanto, pero me dio fue por soltar el primer golpe y con los ojos cerrados. No podía detener los brazos. José Isaac lloraba, y creo que yo también. El pavor me dio por lanzar trompadas, mientras gritaba a todo pulmón (decía yo que como los karatecas del cine Amador). Aunque los otros dijeron que yo gané la pelea, nunca lo sentí así. Fue una victoria inconsciente.
Hoy entiendo que a veces el pánico causa ese efecto, y te hace enfrentar lo desconocido a puño limpio, como pienso hacerlo este año... aunque esté muerto de miedo.
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