¡Jo!, qué gusto es sentarse en la terraza de doña Nenita en Peña Blanca de Las Tablas, a saborear una buena taza de café de un tacho, acompañado de tortilla asada, costillita de puerco y macarrones con gallina de patio, mientras la fresca brisa del interior acaricia cada célula del cuerpo.
Eso es lo que estoy haciendo mientras escribo esta columna.
Pero ese no es el cuento completo. Las gallinas del patio son testigos oculares de que estoy saboreando un queso blanco molido, casero, preparado nada más y nada menos que por monseñor José Dimas Cedeño. Sí, no les miento. Con sus propias manos lo prepara y le trae su buena ración a doña Nenita, quien siempre lo acompañó en su misión evangelizadora y le preparó su amado templo de Peña Blanca para que oficiara la misa.
Si hay algo por lo que doy gracias a Dios es por haberme dado la gracia de movilizarme mucho por el interior del país. Nací después del puente y me crié por acá. Por eso disfruto cada día que puedo escaparme por estos lares.
Todo interiorano sabe de lo que hablo. Una tortilla asada no se disfruta igual en un apartamento de la gran ciudad, que en el patio de la casa del campo. Esto es vida plena. La campiña interiorana guarda una atractivo único para aquellos que sabemos quererla y apreciarla en su justa dimensión. Es algo místico, glorioso, casi divino. El canto de los pájaros y el piar de los pollos es el marco perfecto para una conversa con los viejos y también con los más nuevos.
Es, en esencia, una cápsula de sabiduría la que se ingiere cuando se tiene una tertulia con ellos en el patio de la casa.
Debo regresar a la ciudad porque la misión mía es informar, entretener y educar a través de este medio, pero cuando regrese sabré que me llevo de la campiña la savia del árbol de la sencillez, de la conversación amena, del abrazo sincero y de la humildad del corazón de su gente. ¡Jo, qué gusto!... ¿verdad?