En casa no dormimos. Por un miedo hondo y puntiagudo. Tenemos terror porque los muchachos están creciendo de prisa y parece que no les importa otra cosa que la música loca, las conversaciones insulsas por Internet o por el chat del celular, y las zapatillas de marca.
Sí, tal vez mi madre sintió el mismo terror cuando me veía salir a fiestas donde se bailaba el entonces diabólico "haitiano", y usábamos basta rifle en unos pantalones de tela canadiense, de los que salían las tiritas burlonas de los calzoncillos pirata. Eran tiempos del cigarrillo en la oreja, cuando nos creíamos maleantes, y nos vestíamos como tales.
Pero... ¡déjenme defenderme con un pero! En la actualidad creo que hay algo mucho más turbio en el ambiente. Es que los muchachos parecen hechos a la medida de los tiempos de hoy: sin respuestas y, más que nada, sin preguntas; adictos a la comida chatarra y a la televisión por cable; acostumbrados a tenerlo todo, con sólo apretar un botón.
Una querida amiga psicóloga, quien trabaja con adolescentes, les ha encontrado un nombre acertado: la generación del microondas.
Ojalá los problemas de la vida se resolvieran así, apretando el botoncito verde que dice "start"; sin mayores esfuerzos, sin sudores, sin tener que pensar ni usar el alma. Como antes, cuando nada estaba precocido, y teníamos que usar la imaginación para ser felices. Por eso en casa tenemos miedo, porque creemos que cometimos un error al dejarlos solos en tiempos del control remoto, los carros con demasiado aire acondicionado, el reggaeton y la otra cosa que llaman "música electrónica"; y, por supuesto, ese animal sediento de conciencias: la computadora.
Sí, tal vez es el mismo pavor que debió sentir mamá Chefa, aunque ella se supo defender a correazos, y hoy la ley nos lo impide.
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