Estaba una familia de cinco personas pasando el día en la playa. Era un día hermoso, lleno de sol. La arena brillaba con diminutos puntitos titilantes, que reverbereaban en lontananza.
Los niños estaban haciendo castillos de arena junto al agua, felices, despreocupados, entretenidos.
Se notaban confiados y agradecidos del regalo de la madre naturaleza, mientras las olas jugaban a llegar y luego regresarse, muy cerca de sus castillos de arena.
De repente, a lo lejos, apareció una anciana, con sus vestidos sucios y harapientos. Conforme caminaba, se agachaba con dificultad para recoger objetos del suelo, que luego introducía en una bolsa. Estaba muy concentrada en su labor.
Los padres de los pequeños se percataron de su presencia. La miraron sucia y desaliñada, con sus trapos que hablaban de pobreza y de años difíciles.
Al verla así, instintivamente llamaron junto a sí a los niños y les dijeron que no se acercaran a la anciana.
Cuando ésta pasó junto a ellos, inclinándose una y otra vez para recoger cosas del suelo, dirigió una sonrisa a la familia. Pero no le devolvieron el saludo.
Los niños miraron primero a sus padres, buscando su aprobación, pero no la obtuvieron. Por eso no la saludaron.
Y sucedió que muchas semanas más tarde, cuando ya era eso, muy tarde, supieron que la anciana llevaba toda su vida limpiando la playa de cristales para que los niños no se hirieran los pies.
¡Lástima! La familia la juzgó por sus harapos y no por su corazón.
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