Érase una vez una tetera muy arrogante; estaba orgullosa de su porcelana, de su largo pitón, de su ancha asa. Pero nunca hablaba de su tapadera, que estaba rota y pegada con cola; era defectuosa, y a nadie le gusta hablar de los propios defectos, ¡bastante lo hacen los demás! Las tazas, la mantequera y la azucarera, todo el servicio de té, se habían fijado en la hendidura de la tapa y hablaba más de ella que de la artística asa y del estupendo pitón. ¡Bien lo sabía la tetera!
«¡Las conozco! -decía para sus adentros-. Pero conozco también mis defectos y los admito; defectos los tenemos todos, pero una tiene también sus cualidades. Las tazas tienen un asa, la azucarera una tapa. Yo, en cambio, tengo las dos cosas".
Un día, una domética la dejó caer, yacía en el suelo y se salía el agua hirviendo. Todos se rieron de ella y no de la torpe mano.
La pusieron en un rincón, y al día siguiente la regalaron a una mujer que llegó a mendigar un poco de grasa del asado. Descendíó al mundo de los pobres, tan inútil por dentro como por fuera, y, sin embargo, allí empezó para ella una vida mejor. "Se empieza siendo una cosa, y de pronto se pasa a ser otra distinta... Me llenaron de tierra, pero pusieron un bulbo... que se convirtió en mi corazón vivo; nunca lo había tenido. Desde entonces hubo vida en mí, fuerza y energías. El bulbo germinó y cristalizó en una flor. La vi, la sostuve y me olvidé de mí misma. ¡Dichoso el que se olvida de sí por los demás! Dejé de ser una simple, linda y fina tetera, para ser alguien que daba vida y amor. ¿Qué más podía pedir? ¿Los has hecho tú?
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