Aquel día lo vi distinto. Tenía la mirada enfocada en lo distante, casi ausente. Pienso ahora que tal vez presentía que ese era el último día de su vida.
Me aproximé y le dije: ¡Buen día, abuelo! Y él extendió su silencio. Me senté junto a su sillón y permanecí callado. Después de un misterioso instante, exclamó: ¡Hoy es día de inventario, hijo!
-¿Inventario?- Pregunté sorprendido.
-Sí. El inventario de cosas perdidas.- Me contestó con cierta energía y no sé si con tristeza o alegría. Y prosiguió...
-En el lugar donde nací, las montañas quiebran al cielo como monstruosas presencias constantes. Siempre tuve deseos de escalar la más alta. Nunca lo hice, no tuve el tiempo ni la voluntad suficiente para sobreponerme a mi inercia existencial. Recuerdo también a María, aquella chica que amé en silencio por cuatro años, hasta que un día se marchó del pueblo y yo sin saberlo.
¿Sabes algo? También estuve a punto de estudiar ingeniería, pero mis padres no pudieron pagarme los estudios.
Luego, su mirada se hundió en el vacío, se humedecieron sus ojos y continuó: -En los treinta años que estuve casado con Rita, creo que solo cuatro o cinco veces le dije "te amo". Tras un breve silencio, regresó de su viaje mental y mirándome a los ojos me dijo: "Este es mi inventario de cosas perdidas, la revisión de mi vida. A mí ya no me sirve. A ti sí. Te lo dejo como regalo para que puedas hacer tu inventario a tiempo".
Al día siguiente, regresé temprano a casa, luego del entierro del abuelo, para realizar urgentemente mi propio inventario de las cosas perdidas.