Cuando se viven momentos de angustia, no hay nada como cerrar los ojos, concentrarse en "mirar" el rostro de Javé, Jehová, de Buda, de Alá o del ser supremo en que creamos, y poner en sus manos los motivos que nos llevaron a ese estado de zozobra.
Verán que cuando menos lo esperen, ese saco de problemas desaparece como por arte de magia. Es como si cargáramos un quintal de arroz sobre la espalda y, de repente, alguien se conduele y lo carga por nosotros.
Es un ejercicio sencillo que puede practicarse en la oficina, en la casa, en el supermercado o donde nos encontremos.
Pero no podemos quedarnos en ese estado de casi hipnosis. Una vez sintamos que la paz, poco a poco, vuelve al cuerpo y al alma, es necesario actuar distinto a lo que estamos acostumbrados.
Si hablamos de nuestras angustias con todo el que nos encontremos, el sentimiento negativo se multiplica, porque no faltará quien ponga dedos en las llagas, no porque desee hacernos mal, sino porque cuando nos sentimos vulnerables, cualquier palabra que salga de otro puede lastimarnos.
Hay que evitar las habladurías. Es importante volcarnos hacia nuestros seres queridos, porque son ellos quienes nos aconsejarán para bien; son ellos los que rezarán una oración por la solución de nuestros problemas; son ellos lo que pondrán su hombro para que lloremos sin pedirnos explicaciones.
Es vital apelar a toda la sabiduría que cada uno posee. Hay que pedirle al Señor que nos permita cambiar lo que podemos, cambiar; dejar como está lo que nos podemos, y que nos dé la sabiduría para reconocer la diferencia.
Con esta arma infalible, la tranquilidad del espíritu está asegurada.