Hay un tipo de periodista al que admiro: aquel que, sin pensarlo, dice voy, aunque se juegue la vida en ello. Aquel que no mira hacia atrás, que no pone "peros" y para el que la profesión es su razón de ser.

A lo mejor no es hombre o mujer de grandes batallas, pero tiene madera y garras.

Esta semana he puesto los ojos en algunos de ellos. Aquellos que están en Haití, cubriendo para los panameños lo que acontece en aquel país pobre que, como corolario de sus males, ahora ha sido arrasado por un terremoto que no sólo derrumbó viviendas, sino que tiró por los suelos las esperanzas de cientos de miles de almas que luchaban por una vida mejor.

Mientras hablaba, vía telefónica, con el periodista Jesús Simmons, de EPASA, oía las expresiones de rabia e impotencia del resto de sus colegas de los medios panameños, porque no podían desplazarse a un área donde les tienen prohibido hacerlo, debido al peligro para sus vidas que eso representa.

Luego, al conversar con el jefe de los rescatistas panameños, me decía que debíamos estar orgullosos de nuestros reporteros, porque para ellos la noticia era primero, y su deber de informar estaba por encima de todo.

Yo no puedo imaginarme cómo la están pasando. Sólo sé que no pueden ni bañarse, que deben soportar día y noche el hedor de la muerte putrefacta, que tienen que lidiar con el dolor de gente que ha perdido hasta el alma, y que a ello se suma la nostalgia por la familia en tierras lejanas.

Sus ojos han visto cadáveres por miles entre los escombros, las manos de niños, hombres y mujeres que se las tienden pidiendo ayuda, sangre derramada, destrucción, dolor y, para colmo, delincuencia oportunista que no respeta ni siquiera la desgracia colectiva.

Colegas, me quito el sombrero ante ustedes como señal de respeto y admiración.