Si la vitalidad tiene su expresión más evidente en la juventud, su realidad más concreta es el cuerpo.
El culto a la vitalidad comporta la adoración al cuerpo: podría decirse que vivimos en el marco de una filosofía, de una cultura del cuerpo. Es un fenómeno extraordinariamente significativo, que hace pensar en el ideal griego de la belleza física: en realidad, es algo completamente distinto.
Sobre el ideal griego de la belleza física gravitaba siempre la tristeza de la muerte que domina toda esa civilización; en segundo lugar, el cuerpo era exaltado como forma, por su perfección: ideal que vuelve con los grandes pintores y artistas del Renacimiento.
La belleza física era un paso previo a la belleza espiritual
Mientras que hoy lo que vale es el cuerpo en su vitalidad, en su «corporeidad», en sus instintos más radicales: lo bello o lo feo no importan con tal de que sean vida, impulso que mantenga alejada la idea de la muerte. De ahí que prevalezca el naturalismo sobre el significado que, para el hombre, tiene o debería tener la muerte.
Es este un significado decisivo para una correcta antropología, a cuya luz el hombre aparece como el ser que sabe que debe morir. Rechazar ese saber implica la exaltación naturalista de todo lo que, por el contrario, es fuerza vital y expansiva. Lo curioso es que, anulado el sentido de la muerte para exaltar sólo el sentido de la libertad vital, se oscurece también el sentido de la vida. La vida no es jamás mera ausencia de muerte.
SAN AGUSTIN DECíA:
«Todas las cosas nacen y crecen, y cuanto más crecen para su ser, tanto más crecen para no ser». San Agustín subraya así el crecimiento paralelo de la muerte y de la vida, confirmado en nuestros días por la tesis de Heidegger sobre el hombre como «ser para la muerte». Todo eso es negado por el naturalismo vitalista. Pero entonces, perdido el sentido de la muerte, también la vida pierde sentido y se convierte en simple ausencia de muerte; no requiere más profundización ni tensión, sino solamente la voluntad de vivir donde sea y como sea.
Se da una total despersonalización del individuo que, privado de cualquier problema interior respecto al trágico hecho de la muerte, sólo trata de vivir: ¡su última esperanza es la mítica hibernación! ¡En qué espantosa amenaza para los vivos podría convertirse esa esperanza! Únicamente el loco optimismo positivista de algunos científicos puede alimentarla. Piénsese en una tierra poblada de cuerpos hibernados que esperan despertar para arrebatar a los demás los bienes disponibles, en una lucha desesperada para poseer, para tener, para dormir...