Hace dos meses, estuve en México participando en un seminario sobre narcotráfico.
De todos es conocida la penetración del narcotráfico en los estamentos de seguridad de ese país. Desde los agentes policiales de más bajo rango, hasta los más altos jerarcas, han sido seducidos por el dinero sucio, producto del tráfico de estupefacientes.
Esta situación ha calado de tal manera en la sociedad mexicana, que los propios periodistas tienen miedo de hacer su trabajo, de investigar o de proporcionar información a colegas de otros países, porque saben que su destino podría ser la muerte. De hecho, el día que llegué mataron a uno.
Durante el encuentro con colegas de países latinoamericanos, también tocados por el flagelo del narcotráfico, se realizó un ejercicio que me pareció muy efectivo.
Cada uno de los participantes representó a un actor de la cadena de involucrados, para bien o para mal. Así, alguien fue Alvaro Uribe, de Colombia; otro fue Felipe Calderón, de México; otro fue Hugo Chávez, de Venezuela; otro fue Barak Obama, de Estados Unidos, otros representaron a los capos del narcotráfico y otros a los grupos delincuenciales de México y Centroamérica, aliados de los narcotraficantes.
Allí, cada uno jugaba su papel y exponía sus estrategias, unos para delinquir, y los otros para frenar el flagelo.
Al final, los presidentes llegaron a una conclusión: Había que unirse y globalizarse para, unidos enfrentar a los delincuentes. En otras palabras, intercambiar información, recursos, y con una estrategia conjunta, frenar a estos grupos.
Curiosa y coincidencialmente, los presidentes de Panamá, México, Guatemala y Colombia se reunieron el viernes en Panamá, y llegaron a la misma conclusión para resolver el problema.
Yo creo que no hay otra forma de ganar la batalla. Panamá ya comienza a sentir los efectos de lo que han vivido México y Colombia. Mirémonos en ese espejo y actuemos en consecuencia.