Aquel día amaneció soleado, pero mi alma se sentía nublada. Estaba triste, diría mas bien deprimida, aunque normalmente soy entusiasta.

Llegué a mi trabajo y traté de concentrarme al máximo, pero algo oprimía mi corazón.

De repente, sentí deseos de llorar y mi orgullo gritó un no rotundo. No podía echarme a llorar así por así y menos delante de mis compañeros de trabajo.

Corría el día y se me antojó irme a mi casa. Tampoco me lo permití. Tenía una responsabilidad con mi trabajo y tenía que cumplirla.

Ya en la noche, estando en mi hogar, comencé a analizar el porqué de mi estado de ánimo, pero no lograba encontrar una razón. No pude dormir bien. Ahora me sentía como en ascuas.

Tomé el libro que estoy leyendo y releí cada párrafo, sin poder concentrarme. De manera recurrente venían a mi mente las imágenes enviadas por nuestro enviado especial a Haití, Jesús Simmons, y las de las agencias de noticias.

Esa catástrofe del hermano país me afectó anímicamente mucho más que el tsunami, porque Haití ha sido un pueblo golpeado por catástrofes, no sólo naturales, como los huracanes, sino también por las malas políticas públicas, por las creencias arraigadas en la gente y por la pobreza extrema.

Justamente cuando se estaba levantando su economía, muy poquito a poco, el país es devastado y su gente arrasada. Ahora, a la pobreza, se suma un dolor desgarrador por la pérdida de amigos y familiares, el hambre, la lucha entre hermanos por un pedazo pan o un vaso de agua; la amenaza de epidemias, la falta de un hogar y un futuro incierto.

Siendo así, comprendí que lejos de deprimirnos, lo que debemos hacer es, cada uno desde sus trincheras, solidarizarse con el dolor de aquel pueblo hermano y hacer lo que corresponde para ayudarlo. Ese es un compromiso serio e insoslayable.