La hija de un hombre le pidió al sacerdote que fuera a su casa a hacer una oración para su padre que estaba agonizando. Cuando el sacerdote llegó, encontró a este pobre hombre en su cama con la cabeza alzada por un par de almohadas.
Había una silla al lado de su cama, por lo que el sacerdote pensó que el hombre sabía que vendría a verlo.
-¿Supongo que me estaba esperando?- le dijo. -No, ¿quién es usted?- dijo el hombre enfermo.
-Soy el sacerdote que su hija llamó para que orase con usted.
¿Le importa cerrar la puerta?- dijo el hombre enfermo, y enseguida afirmó:
-Nunca le he dicho esto a nadie, pero toda mi vida la he pasado sin saber cómo orar.
Siempre esto de las oraciones me entra por un oído y me sale por el otro.
Esto ha sido así en mí hasta hace unos cuatro años, cuando conversando con mi mejor amigo me dijo:
-José, esto de la oración es simple, te sientas en una silla y colocas otra silla vacía enfrente tuyo, luego con fe miras a Jesús sentado delante de ti-.
El sacerdote sintió una gran emoción al escuchar esto y le dijo a José que era algo muy bueno lo que venía haciendo, y que no dejara de hacerlo nunca. Dos días después, la hija de José llamó al sacerdote para decirle que su padre había fallecido. El sacerdote le preguntó: -¿Falleció en Paz?-. -Sí, pero hay algo extraño al respecto de su muerte, pues aparentemente justo antes de morir se acercó a la silla que estaba al lado de su cama y recostó su cabeza en ella.
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