¿Alguien me creería si le dijera que yo le daba la vuelta al reloj en los carnavales?
Pues créanlo, porque así era. Además, amanecía en el baile el miércoles de ceniza y llegaba a mi casa en Penonomé para dormir un ratito, bañarme, vestirme, desayunar y viajar para Panamá... ¡a trabajar! Jamás me tomé un trago.
Recuerdo esto, porque hace unos días un joven profesional fue a la playa y regresó muy cansado; apenas podía trabajar. Yo no podía creerlo. Si hubiera estado carnavaleando, no hubiera aguantado el tren.
Yo me pregunto por qué hace 25 años los jóvenes teníamos tanta resistencia, mientras que hoy la mayoría no soporta presión de trabajo y mucho menos actividades físicas que requieran gran esfuerzo.
Yo tengo una hipótesis sobre ese porqué: En esos tiempos, la muchachada ayudaba a la mamá con los oficios de la casa, trabajaba en algo para ganarse el pan, estudiaba, jugaba la lleva, la lata, saltaba soga, daba educación física durante más tiempo, bailaba el ula-ula, exploraba los cerros aledaños, iba al río y participaba en actividades comunitarias.
Veía televisión, pero no por mucho tiempo, porque los juegos con los amigos eran más divertidos. No había computadoras ni video juegos, e íbamos a la escuela a pie.
Nuestros padres no tenían auto, por lo tanto, caminábamos a la iglesia, al pueblo, al mercado, a la biblioteca.
Tampoco había celulares y muy pocos tenían teléfono, por consiguiente, se visitaba a los amigos para echar cuentos. Generalmente íbamos en bicicleta.
Hoy, veo a mis hijos jugar en la computadora, chatear, hablar por celular y pocas veces desarrollan muchas actividades que requieran un esfuerzo físico, que aceleren el metabolismo y quemen calorías, pero que además, los lleve a trabajar en equipo y bajo presión.
Creo que por eso les cuesta dar una cuota extra cuando el trabajo o la escuela lo requieren.
Estoy convencida de que hay que volver a los juegos reales y olvidarnos un poco de los virtuales para un mejor desarrollo físico y mental.