En Roma, en la época del emperador Tiberio, vivía un hombre muy bueno que tenía dos hijos: uno era militar. El otro hijo, versado en letras, llegó a ser un poeta famoso que encantaba a toda Roma con sus hermosos versos.
Cierta noche, el hombre tuvo un sueño. Un ángel se le apareció para decirle que las palabras de uno de sus hijos serían conocidas y repetidas en el mundo entero por todas las generaciones venideras. Aquella noche se despertó agradecido y llorando, porque la vida era generosa y le había revelado una cosa que cualquier padre estaría orgulloso de saber.
Poco tiempo después, murió al intentar salvar una criatura que iba a ser atropellada por las ruedas de un carruaje. Fue al cielo y se encontró con el ángel del sueño.
Fuiste un hombre bueno – le dijo el ángel. Puedo realizar ahora tus deseos.
“Nada quiero para mí; sin embargo, cualquier padre se enorgullecería de comprobar la fama inmortal de un hijo".
El ángel tocó su hombro y los dos fueron proyectados hacia un futuro distante. Pero sucedió que cuando acabó el reinado de Tiberio, los versos de su hijo fueron olvidados y acabó en el ejército. Allí se hizo centurión, y una tarde uno de sus siervos enfermó. El ángel le contó que el joven oyó hablar de un Rabino que curaba a los enfermos, y caminó días y días en busca de aquella persona. Era Jesús.
Le pidió por su siervo y el Mesías le dijo que iría a su casa para curarlo. Pero el joven era un hombre de fe y le dijo aquellas palabras profundas que todo cristiano se honra en pronunciar y que han repetido todas las generaciones: “Señor, yo no soy digno de que entréis en mi casa, pero decid una sola palabra y mi siervo se salvará”.
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