Mi papá me llama mucho por teléfono -decía un hombre joven- para pedirme que vaya a charlar con él.
Yo voy poco. Ya sabes cómo son los viejos, cuentan las cosas una y otra vez. Además, nunca me faltan problemas: que el trabajo, que la esposa, que los amigos.
En cambio -le dijo su compañero-, yo charlo mucho con mi papá. Cada vez que estoy triste voy con él. Cuando me siento solo. Cuando tengo algún problema y necesito fortaleza acudo a él y me siento mejor.
Caray -se apenó el otro-. Tú eres mejor que yo.
Soy igual -responde el amigo con tristeza-. Visito a mi padre en el cementerio.
Murió hace tiempo. Mientras vivió, tampoco yo iba a platicar con él. Me hace falta su presencia y lo busco cuando ya se me fue.
Platica con tu padre hoy que lo tienes, no esperes a que esté en el panteón, como hice yo.
En el automóvil, camino hacia su trabajo, pensaba el muchacho en las palabras de su amigo. Al llegar a la oficina pidió a su secretaria: -Comuníqueme con mi papá.
Nadie elige a los padres, tampoco nadie quiere que envejezcan, pero si ellos han sido capaces de dejar de vivir su propia vida por regalársela a sus hijos por entero, justo es que cuando envejezcan tengan a esos hijos allí, en el momento en que más los necesitan, porque se sienten solos y poco útiles. No esperes a que Dios los llame, para luego lamentarte.
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