Sé de alguien, a quien quiero mucho, que tenía una novia a la que quería impresionar.
Sin embargo, no es de ese tipo de personas que trata de quedar bien regalando flores (porque se mueren enseguida y no queda nada) u obsequiando prendas o perfumes (porque si termina con la novia, usa el perfume o la prenda para impresionar a otro).
Llegó la víspera de San Valentín y decidió probar a la novia. En realidad quería sondear el terreno para saber si ella esperaba un regalo de él para San Valentín, pues para él, esas eran cursilerías. Así, la invitó a pasear por un centro comercial muy concurrido.
Mientras veían las vidrieras, él le comentaba lo que pensaba sobre el consumismo desmedido durante las fiestas de Navidad, Año Nuevo, Día de la Madre, del Padre y un largo etcétera. Ella asentía y le hacía saber que no era partidaria de regalar en San Valentín porque eso era botar el dinero. "Cuando se quiere a alguien, no es necesario llenarlo de regalos para demostrárselo", le decía ella. Él, para sus adentros, pensaba que esa era la chica hecha a su medida. Llegó el bendito día de San Valentín. Jamás se le pasó por la cabeza comprar ni siquiera un papo. Y, ¿qué creen que pasó? ¡La chica lo llamó a las 12 medianoche para desearle feliz día! Acto seguido, lo invitó a almorzar al día siguiente.
La sorpresa del chico fue mayúscula cuando la novia sacó un enorme regalo para él. Era, nada más y nada menos, que un maletín carísimo (de marca). Se le subieron los colores a la cara y se sintió avergonzado. Si al menos le hubiera comprado una rosa, pensaba.
Pasaron los días y la relación terminó. ¿Por qué? El chico sintió que lo habían engañado, que la novia no era sincera y que no sabía a qué atenerse con ella. ¿Moraleja? Mi'jo: compre usted un papo y, mi'ja, compre usted un clavel... y asunto resuelto.