Un día, paseando por la calle, decidí comprar un regalo. En eso vi en un aparador, que vendían el sol. Entré a preguntar. El precio me pareció atractivo. Y decidí comprarlo para que tenga siempre una luz que la guíe en el camino.
Cuando estaba a punto de pagarlo me di cuenta de que el sol es de todos y todos tenemos derecho a él. Sería injusto que una sola persona lo tuviera para sí, ya que todos necesitamos de una guía que nos oriente.
En otro escaparate vi en oferta: la luna. Dije que es un buen regalo, ya que es refugio de pasión de los enamorados y fuente de inspiración de los poetas. Imaginé regalársela para que siempre recuerde que una persona la quiere y siempre está presente. Pero desistí, pues pensé que si regalaba la luna, se acabarían en el mundo tantos poemas hermosos inspirados por ella, y daría por muerto el romanticismo.
Seguí caminando y vi en otro local las estrellas. Pensé en comprar una docena para hacerle un collar y rodear su cuello con ellas. Sin embargo, recordé que si tenía un tesoro así, las personas verían en su pecho el destello de las estrellas sin descubrir la brillantez de su corazón.
Entonces, ¿qué podría regalarle?
¿Cuál sería el regalo más hermoso del mundo? Finalmente vi en un carrito ambulante una rosa y opté por comprársela. Era una flor tan pequeña, pero llena de amistad. Amistad que Iluminará su corazón, que la inspirará siempre más que la luna y que destellará más intensamente que las estrellas.
El mejor regalo es una amistad que se entrega desinteresadamente.