Una historia de Etiopía nos presenta a un anciano que, en su lecho de muerte, llamó a sus tres hijos y les dijo:
- No puedo dividir en tres lo que poseo. Eso dejaría muy pocos bienes a cada uno de vosotros.
He decidido dar todo lo que tengo, como herencia, al que se muestre más hábil, más inteligente, más astuto, más sagaz.
Dicho de otra forma, a mi mejor hijo.
He dejado encima de la mesa una moneda para cada uno de vosotros. ¡Tomadla!
El que compre con esa moneda algo con lo que llenar la casa se quedará con todo. Se fueron.
El primer hijo compró paja, pero solo consiguió llenar la casa hasta la mitad.
El segundo hijo compró sacos de pluma, pero no consiguió llenar la casa mucho más que el anterior.
El tercer hijo -que consiguió la herencia- solo compró un pequeño objeto.
Era una vela. Esperó hasta la noche, encendió la vela y llenó la casa de luz.
La condición del hombre nos lleva a ser capaces de lo mejor, pero también de lo peor. Y nos movemos en un mundo de posibilidades; porque no hace falta matar o robar para arrepentirse, cada día podemos encontrar decenas de ocasiones en las que no hemos actuado correctamente.