Cuando yo era chico me encantaban los circos. Me gustaban los animales, especialmente los elefantes. Su tamaño, peso y fuerza me impresionaban, pero me preguntaban por qué ese animal no era capaz de huir, si solo una estaca de madera clavado a la tierra lo aprisionaba.
El misterio es evidente: ¿Por qué no huye? Cuando tenía cinco o seis años pregunté por el misterio del elefante. Solo me dijeron que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado. Hice entonces la pregunta obvia: Si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan? No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente.
Pasaron los años y encontré la respuesta: "El elefante del circo no escapa porque ha estado atado desde que era pequeño. Tal vez pudo intentar escapar muchas veces, pero se dio por vencido. Lo más seguro es que el elefantito aceptó su impotencia. Este elefante enorme y poderoso no escapa porque cree que no puede. Él tiene registro y recuerdo de su impotencia. Jamás intentó poner a prueba su fuerza otra vez... Cada uno de nosotros somos un poco como ese elefante: vamos por el mundo atados a cientos de estacas que nos restan libertad. Grabamos en nuestro recuerdo "no puedo... no puedo y nunca podré", perdiendo una de las mayores bendiciones con que puede contar un ser humano: la fe.