Dos hombres, ambos enfermos graves, compartían el mismo cuarto semiprivado del hospital.
A uno de ellos se le permitía sentarse durante una hora en la tarde, para drenar el líquido de sus pulmones. Su cama estaba al lado de la única ventana de la habitación. El otro tenía que permanecer acostado de espalda todo el tiempo.
Todas las tardes, el compañero ubicado al lado de la ventana, relataba lo que veía en ella.
Con el tiempo, el compañero acostado de espalda que no podía asomarse por la ventana, se desvivía por esos períodos de una hora, durante la cual se deleitaba con los relatos de las actividades y colores del mundo exterior.
Un bello parque, patos, flores multicolores, enamorados y hasta un lago eran las hermosuras del mundo exterior que con detalles le relataba, y él cerraba los ojos y se lo imaginaba.
Pasaron los días y las semanas y una mañana la enfermera, al entrar para el aseo matutino, encontró el cuerpo sin vida del señor cerca de la ventana, quien había expirado mientras dormía.
Al otro día, el otro señor, con mucha tristeza, pidió que lo trasladaran cerca de la ventana. Con mucho esfuerzo y dolor, se apoyó en un codo para poder mirar al mundo exterior por primera vez y lo que vio fue la pared del edificio de al lado.
Confundido y entristecido, preguntó a la enfermera qué sería lo que animó a su compañero a describir tantas cosas bellas fuera de la ventana. Con asombro, la enfermera respondió que el señor era ciego.
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