Corría el año 1969 y la clase de tercer grado estaba excitada. Niños y niñas tenían los ojos a punto de salírseles de las órbitas. Dos de ellos, uno rico y el otro pobre, se daban de puños.
El rico era un buen muchacho, también el pobre. Pero eran eso: niños, y cuando se tiene nueve años de edad, cualquier broma pesada o una palabra de ofensa puede desencadenar una catástrofe.
Recuerdo que yo era la "jefa de orden", pero no pude evitar el desorden.
El niño rico "vacilaba" al pobre, y éste lo miraba con ira contenida. "No me molestes, te voy a meter un trompón", decía, pero el otro no le hacía caso y seguía la chanza.
Daba la casualidad de que el pobre era hijo de una aseadora de la escuela. El rico era hijo de empresarios del pueblo. Eso era lo que tenían en mente algunos compañeros de ambos cuando decidieron liarse a puños, aprovechando que la maestra había ido a la dirección.
Un barrejobo aquí, otro barrejobo allá era lo que se veía en medio de la algarabía. Yo anotaba nombres de "malportados" en una lista que entregaría a la maestra cuando regresara, pero también miraba aterrada la pelea.
De repente, ¡zas!... voló un diente. Era del niño rico, que sólo atinaba a decir que ahora se iba a ver feo. Yo sólo pensaba que toda la culpa se la iban a echar al niño pobre, pero no fue así.
El asunto se deslindó como correspondía en aquellos tiempos. Llamaron a algunos estudiantes y éstos atestiguaron sobre lo que ocurrió. No culparon a ninguno de los dos, pero sí les hicieron ver su grado de responsabilidad en la trifulca. Una cuera de los padres y un castigo en la escuela, no sin antes obligar a los contendientes a un estrechón de manos, que terminó con el asunto.
Eran los tiempos en que en la mayoría de las provincias del interior no había escuelas privadas, pero recibíamos una educación de calidad. Y no me refiero sólo a la académica. Aquel día, la maestra se quedó con nosotros después de la salida y nos dio una lección que jamás olvidé: la violencia no sólo puede sacar un diente, también puede dañar el corazón de un niño y convertirlo en una mala persona para el resto de su vida. Elegir lo que queremos ser está en cada uno de nosotros.
Los niños de este relato siguieron siendo amigos, y son hoy ciudadanos honorables. Un diente postizo, que no se nota, bastó para mejorar el físico.