La respuesta al estrés es común a múltiples mamíferos, no solo al ser humano. Sin embargo, en el ser humano, el estrés se convierte más frecuentemente en una enfermedad. Una cebra amenazada por un león generará adrenalina para responder a esa amenaza vital y huir, otros animales probablemente hagan un intento de pelear. Por eso, a esa reacción se le llama respuesta de huir o pelear y es indispensable para la sobrevivencia en un mundo de depredadores. En el mundo animal, si la cebra sobrevive ese momento de estrés, pastará apaciblemente como si nada hubiese pasado, sin necesidad de un ansiolítico o terapia para manejo del estrés. La respuesta es limitada al momento que se necesita. En el ser humano no. Nosotros vivimos preocupados por el futuro, culpables y resentidos por acciones o historias pasadas y tratando de controlar en el presente a todos los que nos rodean y/o se dejan. Permanecemos en una respuesta de huir-pelear constante.
Esto tiene que ver con la evolución de nuestro cerebro, que nos permite analizar el pasado, reflexionar sobre los hechos presentes y planificar el futuro. De manera similar a lo que ocurre con otras enfermedades o condiciones - como la diabetes o la obesidad - dentro de nuestra herencia, algunos somos particularmente vulnerables hacia la ansiedad, en tanto que otros no. Y si a esa vulnerabilidad se suma un ambiente que nos enseña a vivir al máximo, buscando lo perfecto, culpándonos y controlándonos mutuamente, con poco tiempo para el descanso y mucho para la competencia, entonces estaremos siempre ansiosos.
Los trastornos de ansiedad son una categoría dentro de la Décima Clasificación de las Enfermedades de la OMS. Antes se les llamaba trastornos neuróticos o neurosis, término que ha caído en desuso. Las formas más leves de estos trastornos se ven principalmente en atención primaria y en ellas son frecuentes las mezclas de síntomas (la coexistencia de angustia y depresión es, con mucho, la más frecuente). Son nuestros familiares que siempre están nerviosos o nosotros mismos que no podemos conciliar el sueño ante una preocupación o vamos al cuarto de urgencias por síntomas de un infarto para que solo nos den diazepam y nos digan que no es más que ansiedad.
Si nos enfocáramos en las cosas negativas que nos han pasado, todos estaríamos deprimidos. El pasado nos ha hecho quienes somos y ese dolor que arrastramos nos hace ser ahora más fuertes, por eso, el texto sagrado dice que el oro se fragua en el fuego. Lo que hicimos no lo podemos cambiar, pero es una lección para no repetir en el presente ese mismo error.
Cuando tratamos de controlar lo que nos rodea, estamos tratando de exorcizar nuestros propios temores. El exceso de limpieza denota rasgos obsesivos, los celos inseguridad en nosotros mismos, la sobreprotección miedo a la pérdida, por decir algunos ejemplos.
En realidad, no son los hechos los que nos preocupan, sino la interpretación inadecuada de los mismos. Dirán ustedes: si tengo una enfermedad grave o un hijo que abusa de drogas, ¡cómo no preocuparme! En ambos ejemplos la preocupación es fútil, inútil. Si tengo una enfermedad grave es más productivo ocuparme de cómo resolverla, buscar atención médica, seguir las indicaciones, poner mis cosas en orden si la enfermedad tiene un curso inevitable a la muerte. En el caso de un hijo que abusa de drogas, ¿qué gano con preocuparme? Les aseguro que si la preocupación de las madres o padres resolviesen las adicciones, estas ya no existiesen. La clave, al igual que con la enfermedad grave, es ocuparse, buscar ayuda para manejar mejor esa situación y ponerle límites a ese hijo, para así llevarlo a tocar fondo y ocuparse de su problema. Al final sigue siendo válida la oración de la serenidad que dice “Señor, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar aquellas que puedo y sabiduría para reconocer la diferencia”.
Para cambiar la ansiedad constante, debemos reconocer y aceptar nuestra ansiedad o angustia, detectar los pensamientos que nos provocan dicha angustia, analizar su veracidad, cuestionándonos honestamente qué tan real y objetivo es lo que estamos pensando, y reemplazar esos pensamientos por otros más objetivos. Este proceso es difícil llevarlo solos, por eso es vital buscar la ayuda de un terapeuta, un líder religioso capacitado, un psicólogo, enfermera de salud mental o psiquiatra. Dependiendo del grado de ansiedad, tal vez necesitemos antidepresivos (que además previenen las crisis de ansiedad), ansiolíticos y cambios en nuestro estilo de vida (alimentación, actividad física y pensamientos). Tanto en el Ministerio de Salud como en la Caja de Seguro Social existen Programas de Salud Mental. Busquemos ayuda.