Conversaba esta semana con unas estudiantes de un prestigioso colegio de La Chorrera, y mientras las escuchaba, casi me da un soponcio.

"¿Usted puede creer, señora Elizabeth, que la profesora de inglés se siente orgullosa de decir que en su materia se quedaron más estudiantes que en química?". La verdad, yo no podía creer que eso fuera un orgullo para una "docente".

"De 40 estudiantes en mi salón, sólo pasamos cinco", comentó una de ellas.

Señoras y señores, acaba de empezar el año escolar. La semana pasada me permití escribir una columna con un mensaje para los estudiantes, que son el objeto y sujeto de la educación.

Esta semana, me tomo el permiso para dirigirme a los educadores.

Cuando estuve en primer ciclo, me dio clases de inglés la profesora Josefina Gall Austin. Jamás la olvidaré, porque con ella aprendí lo poco que sé de ese idioma. ¿Y saben por qué? Porque ella sí era una profesora consagrada. Supo siempre mantener la atención de sus discípulos en su clase, pero no a punta de miedo, de amenazas o de soberbia y falso orgullo.

Ella, lo único que hizo fue hacer sus clases divertidas, has ta contaba chistes en inglés, con lo despertaba la curiosidad de sus estudiantes por aprender a hablarlo.

Pero más que eso, siempre tuvo presente que cada uno de nosotros éramos un ser único, con necesidades distintas y dones distintos. Ella se preocupaba por todos y hasta conocía a nuestros padres, que también la querían.

Ella no era lo primero en su clase, éramos nosotros. Su clase era participativa y eso nos entusiasmaba. En pocas palabras, para ella éramos personas, no trofeos de guerra. Para ella éramos discípulos y no personitas a las que había que aniquilar. Para ella éramos estudiantes a los que quería enseñar, no chiquillos a los que tenía, por obligación, que darles clases. Por eso, hoy me permito pedirles a ustedes, señores docentes, que sean MAESTROS, con todo lo que su significado encierra, y no simples educadores a los que se les paga un salario.