"Detente un momento y déjame ver tu semblante; y mírame un momento: quizás descubra los secretos de tu corazón en tus extraños ojos."Khalil Gibrán
Cada día entiendo y comprendo más eso de: Mírame a los ojos y repíteme lo que dijiste. La mirada tiene una luz que siempre se nos antoja reveladora y significativa. Como que nos indica que no hay máscaras y eso nos tranquiliza.
Claro está, los artistas existen. Hay gente capaz de mentir y lograr que en sus ojos no asome la más mínima duda, ni el menor de los temblores. Pero no me quiero referir a esos psicópatas, expertos en manipular y explotar a los demás. Deseo hablar de sus opuestos, de los que viven sin bajar la mirada; esos, pocos o muchos, no lo sé, que hablan y viven dejando que sus ojos sean su carta de presentación.
Tengo la buena suerte de trabajar con gente. Tal vez la mala suerte sea para quienes trabajan conmigo, pero ese no es el tema de este escrito, quizá lo sea en el futuro. Bueno, como decía, todos los días entro en contacto con muchas miradas. Y tengo una buena noticia, la mayoría de la gente mantiene la mirada, mira directo a los ojos. Tanto es así que quien no lo hace, rápidamente es notado y, por supuesto, anotado.
La gran mayoría de las personas que acuden al colegio donde laboro, tiende a tener el suficiente valor para correr el riesgo de dejarse conocer a través de las ventanas de su alma: los ojos. Sean colegas docentes, administrativos, padres de familia o estudiantes. Noto la diferencia, por ejemplo, de cuando voy en el bus. Allí es todo lo contrario.
¿Será que no hay artistas entre quienes frecuento? No lo sé y no tengo manera de comprobarlo. Lo que sí sé, es que no siempre fue así. Al inicio, era más el mirar a otro lado que directo a mis ojos. Pienso que me he ganado la confianza de mis compañeros. Ahora, ¿qué tal que el asunto sea que aprendía a confiar en los otros? De repente, para conocer al otro, hay que confiar en el otro.