Haakon cuidaba una ermita. Allí había una cruz muy antigua. Muchos acudían ahí para pedirle a Cristo algún milagro.
Un día Haakon se arrodilló ante la cruz y dijo: "Señor, quiero padecer por ti. Déjame ocupar tu puesto".
El Señor habló: "Siervo mío, accedo a tu deseo, pero con la condición de que suceda lo que suceda y veas lo que veas, guarda silencio siempre", dijo Jesús.
Haakon contestó: ¡Os lo prometo, Señor!
Y se efectuó el cambio. El Señor ocupaba el puesto de Haakon. Y este por largo tiempo a nadie dijo nada, pero un día, llegó un rico. Oró y dejó allí olvidada su cartera. Luego un pobre, que vino dos horas después, se apropió de la cartera del rico. Luego un muchacho se postró ante él poco después para pedirle su gracia antes de emprender un largo viaje. Pero en ese momento volvió a entrar el rico en busca de la bolsa. Al no hallarla, pensó que el muchacho se la había apropiado. Este lo negaba. Sonó entonces un: ¡Detente!
Haakon, que no pudo permanecer en silencio, increpó al rico por la falsa acusación. Éste salió de la Ermita. El joven salió también, porque tenía prisa para emprender su viaje.
Cristo se dirigió a su siervo y le dijo: "Baja de la Cruz. No sirves para ocupar mi puesto. No has sabido guardar silencio".
Señor, pero es que eso era una injusticia.
El Señor dijo: "Tú no sabías que al rico le convenía perder la bolsa, pues llevaba en ella el precio de la virginidad de una joven. El pobre tenía necesidad de ese dinero e hizo bien en llevárselo; en cuanto al muchacho que iba a ser golpeado, sus heridas le hubiesen impedido realizar el viaje en el que acaba de morir. Tú no sabías nada. Yo sí sé. Por eso callo.
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