Fui de esa generación de estudiantes que tuvimos acceso a libros gratuitos en la escuela primaria, hace "pocos" años, por allá por 1969 en adelante.
Recuerdo como hoy, a una maestra Clelia de Martínez cuando, en cuarto grado, nos hacía sacar del anaquel del salón, los libros que usaríamos.
"Cuidado, no los rayen, recuerden que hay que compartir", decía. Para nosotros, eso era una ley no escrita, pero ley al fin y al cabo.
Jamás olvidaré libros de lectura como "Alborada", que incentivaron mi imaginación y creatividad. Tampoco olvidaré los de primer grado, con Tito, Pepín, mamá y papá incluidos; con cubierta gruesa y en color rosado, para las niñas, y celeste para los varones.
En cuarto grado, la maestra nos ponía a leer, a discutir la lectura y a meditar sobre lo leído. Era muy divertido percatarse de que no todos habíamos sacado las mismas conclusiones, pero hoy, que lo veo de lejos, pienso que lo que en realidad teníamos en el salón era un círculo de lectura, tan famosos hoy en día, pero que ya existían en aquella época.
Por todo esto que les cuento, me sentí tremendamente frustrada e indignada cuando este medio entrevistó a madres de niños beneficiados este año con los libros gratis. No puedo asimilar cómo es posible que se molesten porque sus "pobres niños" no pueden rayar los libros, y tienen que hacer "tanto" esfuerzo extra pasando los trabajos al cuaderno para luego desarrollarlos.
"Yo se lo voy a comprar para que pueda rayarlo", decían algunas. Permítanme un comentario fuerte, pero creo que necesario: Si no enseñamos a nuestros hijos a compartir y a respetar la propiedad privada, ¿qué clase de ciudadanos estamos formando? No creo que sea, precisamente, uno bueno.