¿Por qué toda palabra puesta en labios del mercado parece escrita sobre láminas del más inoxidable y sólido titanio? ¿Por qué, aparentemente, ya no ocurre lo mismo al evocar e invocar términos y conceptos tales como democracia y revolución? ¡Aterrador! ¿Verdad?
Es posible que la respuesta sea algo muy simple. Y en tal simpleza puede residir lo aterrador. Sí, así es. Por ejemplo, la democracia. No podemos pensar en una democracia si no existen los demócratas. Nada más imaginemos nuestra sociedad como un conglomerado de ególatras sedientos de poder y hambrientos de riqueza.
¡Ay Dios! ¿No es eso, precisamente, lo que está ocurriendo?
¿Y entonces? ¿Quién podrá defendernos? ¿La revolución? Quizás aquí nos topamos con otra ardua simpleza. El marxismo piensa que al cambiar las estructuras sociales éstas modificarán inexorablemente a los humanos, convirtiéndolos en el nuevo hombre y la nueva mujer. Pero, ¿cuántas veces hemos sido testigos de militantes con discursos de fuego llegar a puestos públicos y salir de allí con los bolsillos llenos. O lo peor, si el susodicho personaje abandona sus funciones sin haber asaltado el erario público. ¿Cuántas veces hemos dicho a todo pulmón "ese fulano sí es un soberano idiota"?
Entre las egolatrías hambrientas y nuestras complicidades hemos tejido la telaraña del desaliento. Entonces. Repito. ¿Quién podrá defendernos? Creo que para empezar debemos suspender la espera. Nadie vendrá a salvarnos. Si cada uno de nosotros no asume su papel, sea de ciudadano demócrata o ciudadano revolucionario, nos vamos a seguir hundiendo en el pantano. Lo más probable, es que tal tarea tenga como premio muchas contrariedades, entre la o el ciudadano y la gente que lo rodea. Mofas, despidos, incomprensiones. Es un lío. Pero, ¿valdrá la pena?
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