Gracias a los pocos o muchos años que me han tocado vivir, he comprendido que la vida pública de cualquier individuo feliz tiene mínimamente dos facetas: una profesión que lo sustenta económicamente y un oficio o dedicación, que generalmente representa más gastos que ganancias. Entiéndase vida pública como aquella que le sirve al sujeto para insertarse en la sociedad más allá de su familia y amigos, y por individuo feliz aquel que posee un proyecto integral de vida personal. Por eso, al referirnos a oficio, hablamos de algo más profundo que un mero pasatiempo. Obsérvese que hablamos de individuos felices y no alegres.
Cada mujer y hombre que desee autonomía debe tener un trabajo del cual sustentarse, sin el cual quedaría reducido a un parásito. Pero imaginémonos a un contable dedicado únicamente a su profesión. ¿Cuánto tiempo pasará sin que se convierta en un sudoroso funcionario encerrado en su exoesqueleto? Según Kafka, esa metamorfosis puede ocurrir en cualquier momento.
Profesión y oficio no necesariamente son sinónimos. Me explico. Si mi trabajo es de 7:00 a.m. a 3:00 p.m. y no tengo un oficio, ¿qué hago a las 4:00 p.m.? ¿Caer en estado cataléptico? ¿Abordar un bus sin rumbo fijo y atracar a una parada donde nadie me espera? ¿Matarme lentamente?
Atender a la familia no cuenta, salvo que juntos se emprenda algún proyecto común: el catecismo de la iglesia o los niños exploradores. Fácilmente se me puede argumentar que no hay tiempo para dedicarse a cosas diferentes al sustento y educación de la familia. Y es más fácil responder. El tiempo que podemos invertir en un oficio es ese par de horas diarias que dedicamos a ser infelices. Ahora no seamos como aquel tipo que usando zapatos del 10 y ½ compraba del 10 para que al descalzarse pudiese sentir un par de minutos de alivio y supuesta felicidad.
|