Desde hace unos días estoy importunando a los humanos de mi derredor con la pregunta: ¿Eres feliz? Hasta ahora muy pocos me han contestado con un sí.
La mayoría, antes de responder con un no, me observaron como bicho raro y con el rostro lleno de dudas; otros lanzaron al aire su enfático no de forma automática y casi dogmáticamente. ¿Qué ocurre? ¿Será que la felicidad es un género escaso?
Las revoluciones burguesas establecieron el acceso a la felicidad como principio social básico. Siendo en extremo sintéticos los derechos humanos, podríamos resumirlos en el derecho inalienable que tiene cada individuo a una vida feliz. Ello es suficiente razón para no capitular ante los flagelos de nuestras sociedades modernas.
Los estados están para que nosotros, los ciudadanos, seamos felices. Pero los hechos nos demuestran que la felicidad no es un problema socio-jurídico. Hasta sospecho que una sociedad perfecta tendría su porcentaje de suicidios. Y es que hay un problema fundamental, y en su resolución está la clave. El dilema es la definición. ¿Qué es eso de la felicidad?
Generalmente identificamos felicidad con alegría. Pero la alegría es una emoción que no es ni puede ser permanente (salvo con drogas). Los libros de auto ayuda hablan de una actitud ante la vida. Pero, ¿y si un hijo pide comida? Los estudiosos de la ética mencionan la vocación, es decir, un proyecto de vida fundamentado en un marco de valores. Algo como que si un niño pide qué comer, la vocación del padre debe ser salir a conseguir comida y no regresar hasta conseguirla.
Al final creo que si bien no podemos renunciar a ser felices, tampoco podemos asumir a priori una definición de felicidad dada por las tradiciones o la televisión. Como que el asunto consiste en tener derecho a encontrar y practicar mi propia definición de felicidad y cargar con las consecuencias.
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