Pablo, un niño de 6 años, una mañana decidió prepararles unas tortitas a sus papás para desayunar.
Llegó a la cocina y encontró un gran tazón y una cuchara, acercó una silla a la mesa y trató de alzar el pesado paquete de harina para abrirlo; pero la mitad quedó desparramada en la mesa y el suelo.
Tomó toda la que pudo con sus manitas y la cpuso dentro del tazón; le puso un poco de leche y azúcar, haciendo una mezcla pegajosa que empezaba a chorrear por los bordes. Además, había ya huellas de harina por la cocina, dejadas por él y su gatito.
Pablo estaba empezando a frustrarse. Él quería darle una sorpresa a sus papás haciendo algo muy bueno, pero todo le estaba saliendo al revés.
Cuando levantó su mirada, vio a su gatito sobre la mesa lamiendo el tazón, por lo que corrió a apartarlo, pero por accidente se volcó el cartón de la leche y se quebraron unos huevos que había sobre la mesa al caer al suelo. Intentó agacharse para limpiarlo, pero se resbaló y quedó pegajoso, lleno de harina y huevo.
En ese momento, vio a su papá en la puerta. Las lágrimas se asomaron a sus ojos. Estaba seguro de que lo iba a castigar.
Pero su papá hizo lo que hace Dios con nosotros todos los días: Caminando encima de todo, sin decirle ni una sola palabra, tomó en sus brazos a su hijo que no cesaba de llorar, sin importarle llenarse él mismo de la harina y el huevo y, apretándolo contra su pecho, lo abrazó con un amor infinito... por no haberse dado por vencido. Estaba orgulloso de él.
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