Tocar a Cristo

Redacción | DIAaDIA

Armando era un hombre justo y piadoso, creía en Dios y cumplía con las obligaciones de todo buen cristiano. El caso es que é deseaba "un pequeño milagrito"..., (no, no crean que era para poseer más, sino para —como él decía— ser mejor persona).

Su padre le había enseñado desde que era un niño que todos nos parecemos a alguna persona de la Sagrada Escritura... y Armando, ya desde su adolescencia, había descubierto a la suya: Tomás, el discípulo incrédulo ("ver para creer").

Imploraba a Dios que le concediera la gracia de tocar las llagas de Jesucristo: "Señor, no pienses que no creo, es que si yo te tocara, si por un instante sintiera el roce de tu piel, podría proclamar a los cuatro vientos Tu palabra...".

El tiempo iba pasando y Armando iba perdiendo toda esperanza... hasta que un día conoció a una persona que dirigía una casa de acogida para mendigos, transeúntes, toxicómanos, en fin, para toda aquella gente que es arrinconada por la sociedad. Tan pronto como intimaron, Armando le contó su inquietud. Poco después, aquella persona le invitó a pasar unas semanas como voluntario, ayudando en todo lo que hiciera falta. Nuestro protagonista aceptó encantado.

Al cabo del tiempo estipulado, Armando recibió la visita de su amigo, ausente ese tiempo por motivos personales, y le preguntó con una sonrisa cariñosa: "Tomás, ¿ha ido bien la experiencia?".

A lo que Armando, con el rostro lleno de felicidad y siguiendo la broma de su buen amigo, le respondió: "Si tú supieras, ¡me he hartado de tocar a Cristo!".

Y es que Armando había descubierto las señales de Cristo, había tocado con sus propias manos las llagas de Su Señor, repartidas hoy entre los seres más despreciados de nuestro mundo.

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