Cuando era una adolescente, pensé en algún momento estudiar magisterio. Me alegro de no haberlo hecho.

Había demasiados maestros en ese momento. Tantos, que incluso cerraron la Normal de David y la del Rubiano.

Sin embargo, siempre he sentido admiración por aquellos que se toman la profesión muy en serio y cuya vocación los hace dignos de merecer el título de "maestros", porque educador es cualquiera, con vocación o sin ella.

Ahora bien, digo que me alegro de no haber estudiado magisterio y luego el profesorado porque no puedo concebir que un docente, con varios títulos universitarios bajo el brazo, tenga que casi mendigar un puesto de trabajo para entrar al sistema del Ministerio de Educación.

Los he visto dormir frente a la entidad, amanecer regados en cartones cual indigentes de la calle para lograr una plaza, y, por si fuera poco, en la mayoría de las escuelas privadas les pagan una miseria.

Es cierto, y eso no puede negarlo nadie, que ellos mismos han permitido que esa majestad de la que estaban revestidos en mis tiempos mozos se haya vuelto añicos.

Pero también lo es que los docentes hoy día se enfrentan a niños y jóvenes acostumbrados al juega vivo, a poner en práctica la ley del menor esfuerzo y a no mostrar respeto por los maestros ni por ellos mismos. A eso se suman unos padres que piensan que es en la escuela y no en el hogar donde deben educar a sus hijos, y que creen que los maestros y profesores son las niñeras de los estudiantes.

Hoy, que se inicia un nuevo año escolar, me honro en dar un espaldarazo de apoyo a los docentes porque estoy convencida de que, además de los padres, son ellos los que más influencia ejercen en la formación de los niños y jóvenes del país. Eso no tiene precio. Por eso hay que enaltecerlos y brindarles de una vez por todas, un trato digno de la majestad de su profesión. ¡Que Dios les dé sabiduría para cumplir con su noble misión!