El abad de un monasterio estaba preocupado. Años atrás, su monasterio había estado lleno de jóvenes novicios. Había vida. Pero llegó un mal tiempo: el espíritu de los fieles se debilitaba y el silencio de la capilla era aterrador. Los pocos monjes cumplían triste y rutinariamente sus obligaciones. ¡Qué feo! Un día, el abad buscó ayuda. Le planteó a un obispo: "¿A qué se debe esta triste situación? ¿Hemos cometido acaso algún pecado?". A lo que el cura respondió: "Sí. Han cometido un pecado de ignorancia. El mismo Señor Jesucristo se ha disfrazado y está viviendo en medio de ustedes, y ustedes no lo saben".
Esas palabras calaron mucho en su vida. No podía creerlo. Se preguntaba: ¿Cómo no había sido capaz de reconocerle? ¿Sería el hermano sacristán? ¿Tal vez el hermano cocinero? ¿O el hermano administrador? Por desgracia, él tenía demasiados defectos... Pero el anciano obispo había dicho que se había "disfrazado". Todos en el convento tenían defectos... ¡y uno de ellos tenía que ser Jesucristo!
Cuando llegó al monasterio, reunió a sus monjes y les contó lo que había averiguado. Los monjes se miraban incrédulos. ¿Jesucristo... aquí? ¡Increíble! Claro que si estaba disfrazado, una cosa era cierta: Si el Hijo de Dios estaba allí disfrazado, no era probable que pudieran reconocerlo. De modo que empezaron todos a tratarse con respeto y consideración. "Nunca se sabe", pensaba cada cual para sí cuando trataba con otro monje, "tal vez sea éste..."
El resultado fue que el monasterio recobró vida. Volvió la alegría y nacieron más vocaciones.
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