HOJA SUELTA
Disparatorio XII

Eduardo Soto | DIAaDIA

En este preciso momento, teniendo enfrente la pantalla vacía de la computadora, me siento como en aquellas tardes cuando salía a buscar poesía en las playas de San Felipe y lo que encontraba era el basural de una ciudad de naufragios y congojas, cuando no es que se cruzaban conmigo los asesinos "Pichi" y "Chino", quienes tenían la insoportable costumbre de usarme como saco de arena para practicar sus nuevos golpes de karate.

Y a pesar de que sabía que no iba a encontrar más que desolaciones en la orilla, o a esos sádicos musculosos, cada tarde volvía al mar... a mi mar, a los versos que me llegaban acaballados en las olas turbias, o en el ronco suspiro de un océano maltratado que cantaba para mí y para nadie más, las historias de amores buenos, eternos y bien sudados, amores que se tejieron para siempre en los cuartos viejos de mi barrio hidalgo y "cumbianchero".

Miren. Usen mis ojos. Ahí está la pantalla pálida. La mente en blanco. No hay nada más que ganas de escribir algo que le quede tatuado en el día a mis lectores. Pero no hay hallazgos. Apenas encuentro vaguedades en esta alma ennegrecida, escombros de la vida que a veces me pesa como un yugo, residuos que deja a su paso un reloj tirano que no se detiene a levantar a este viajante y que, al contrario, lo atraviesa con sus manecillas implacables y voraces... lo avasalla con su marcha brutal y forzosa hacia ninguna parte.

Pero vuelvo a intentarlo. A pesar de que el tema se escurre entre los dedos, de que todo es cuesta arriba, amago el tímido trazo. Escribo.

Entonces resuena en la distancia el eco de esa pregunta que me acompaña hace tanto. Que me quitó el sueño y me paralizó muchas veces en la acera, mientras llovía. Esa pregunta tonta que ningún babieco de 12 años se hacía entonces ni ahora, pero que a mí me abrumaba:

"¿Existe Dios?"

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