La muerte de Eliécer Santamaría fue una paradoja, en todo sentido.
La vida de este fotógrafo de prensa, a quien conocí en los años 80, fue un retrato a plumilla del panameño común.
Dicharachero, socarrón, irreverente, bonachón, alegre y algo malhablado. Pero también humilde, sencillo y luchador.
Como cualquier hijo de vecino, tenía su profesión: reportero gráfico. Pero de eso no se vive holgadamente. Por eso también tenía su fiel Z-15, el taxi que a la postre, lo llevó a la muerte.
Pese a haber sido un fotógrafo ganador de varios premios de prensa en su mejor época, "Santa" tenía que complementar su presupuesto familiar, arriesgando el pellejo en busca de pasajeros a altas horas de la noche. Esas horas las aprovechaba para cumplir con su deber en la cobertura de la crónica roja. Llevaba una vida dura. Así, como la de cualquier panameño.
Con cada fotografía que publicó, denunció esa realidad del ciudadano común: la falta de oportunidades, la violencia extrema, el dolor de padres y madres al perder un hijo tras una bala o un cuchillo, la pobreza, la delincuencia, la sangre, la tristeza, el desdén de las autoridades, la impunidad, la impotencia, la rabia, el rencor.
Todo eso que divulgó él, es estrictamente lo que vimos cuando le dimos el último adiós, allá en el cementerio Colinas de la Paz. De ahí que su muerte fue una paradoja. Es como si la señora de la guadaña se burlara de esta profesión tan sacrificada y a la vez tan desdeñosa.
Vimos a una madre sufrir lo indecible por la partida prematura de uno de sus hijos a manos de un maleante. Palpamos la rabia contenida de sus colegas que no se explicaban una muerte tan absurda. Vimos dolor y sufrimiento, y como un fantasma se sentía presente la delincuencia, burlándose por haber abatido a quien la confrontó cada día de su vida. Por eso, reitero, la muerte de Eliécer fue una paradoja: Él vivió lo que con tanto ahínco denunció. Su muerte fue el clímax de la representación de su propia existencia y de la de muchos compatriotas. ¡Hasta luego, amigo! Descansa en paz.