U n hombre tenía un hijo. Un día se vio obligado a viajar y tuvo que dejar a su hijo en casa. Unos bandoleros aprovecharon la ausencia del padre para entrar en la casa, robar, destrozarlo todo y llevarse al joven con ellos. Después incendiaron la casa.
Al tiempo, volvió el padre y halló la casa quemada. Buscó entre los restos y encontró unos huesos, que creyó que eran los de su hijo quemado. Introdujo los huesos en un saquito que ató a su cuello. Siempre lo llevaba junto a su pecho, pues estaba convencido de que eran los restos de su primogénito.
Pero el hijo logró escapar de los bandoleros y llegó un buen día a la casa en la que vivía ahora su padre. Llamó a la puerta. El padre, abrazado a su saquito de huesos, preguntó:
-¿Quién es?
-Soy tu hijo -repuso el muchacho.
-No, no puedes ser mi hijo. Mi hijo murió.
-No, padre, soy tu hijo. Escapé de los ladrones. Y el padre aferró el saquito más a sus huesos.
-He dicho que te vayas, ¿me oyes? Mi hijo está conmigo.
-Padre, escúchame: soy yo.
Pero el hombre seguía replicando:
-¡Vete, vete! Mi hijo murió y está conmigo.
Y no dejaba de abrazar el saquito de huesos. En su apego por lo irreal e ilusorio, el ser humano procede como ese padre, y se niega a ver la realidad y la sabiduría.