Cuando San Francisco vivía en la ciudad de Gubbio, apareció por los alrededores un lobo grandísimo y feroz.
El lobo no sólo devoraba las ovejas de los pastores, sino que atacaba a los hombres.
Los habitantes de Gubbio temblaban de miedo, y cuando iban fuera de las murallas, llevaban palos para defenderse. Sin embargo, si uno se encontraba solo frente a aquella terrible fiera, era incapaz de defenderse y el lobo lo devoraba.
San Francisco, compadecido de aquella pobre gente, decidió salir al encuentro del lobo. Algunos ciudadanos lo acompañaron, pero a medio camino se regresaron.
San Francisco siguió caminando hacia donde solía estar escondido el lobo.
Los habitantes de Gubbio se subieron a las murallas para ver cómo iba a terminar aquello. El lobo, percibiendo todo aquel jaleo, salió de su guarida rechinando los dientes. Echó a correr hacia San Francisco, que no estaba armado. Éste le hizo la señal de la cruz y le dijo con cariño: -¡Ven aquí, hermano lobo! Te ordeno que no hagas daño ya, ni a mí ni a otras personas.
El lobo cerró el hocico, metió el rabo entre las patas y se acercó cabizbajo a San Francisco y se echó como un perrito.
San Francisco, entonces, hizo un trato con él: -Hermano lobo, has matado a muchas criaturas de Dios sin su permiso. La gente de esta ciudad murmura y grita contra ti, pero si tú no vuelves a ofenderles, ellos te perdonarán tus pasadas fecharías.
El lobo aceptó y la gente le dio comida, lo adoptó como su mascota y amigo y, al final, el lobo murió de viejo, pero feliz.
Todo lo que él buscaba, a su manera, era amor. Cuando se le dio, su vida y la de los demás cambió para bien.
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