HOJA SUELTA
Yo, robot

Eduardo Soto | DIAaDIA

Hace poco volví a ver una película sobre esos aparatos de aluminio, cables de fibra óptica y súper procesadores, en la que el talentoso actor negro Will Smith otra vez salva al mundo. O al menos eso creía él.

En la cinta, los robots habían sido programados para ayudar a la gente, basando su funcionamiento en tres leyes de lealtad y sumisión a la humanidad.

Sin embargo, en un momento dado, el cerebro central, el que regulaba a los millones de robots del mundo, experimentó algo que, para desdicha, también le pasó a los humanos hace rato: evolucionó.

Esta máquina se dio cuenta de que para ayudar a los hombres y mujeres de la Tierra, tenía que quitarles su libertad, encerrarlos en sus casas y obligarlos a hacer las cosas bien. Quién sabe cómo este servidor (esa es la palabreja técnica que usarían los programadores) dedujo que el hombre es el cuco del hombre, y que para no hacer daño necesita un tirano que los proteja a unos de otros, y les diga qué hacer, cuándo y cómo, y que los castigue hasta con la muerte si no obedecen.

Imagínense cómo sería tener en cada casa panameña un robot que te impide beber guaro, nada de telenovelas, cero comidas con colesterol, ¡adiós al regué!, olvidémonos del amor fuera del lecho conyugal, a leer por lo menos una hora diaria; político visto, político desmoleculizado...

Al final de la película, que termina cuando Smith destruye la computadora que él creía se había vuelto "loca", como si nosotros fuéramos los cuerdos, me puse triste. Quería ver qué pasaba cuando al hombre se le obliga a ser bueno. Porque sé que la humanidad sólo a la fuerza entiende. Por su propio pie, preferirá engañar al prójimo, robarle dinero (a mano armada o vendiéndole gasolina cara), y hasta quitarle el marido o la mujer.

Por eso me dije que yo prefiero los robots, y que el mío tenga la voz y las pompis de Jennifer López.

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