Debo confesar que aún en mis 26 primaveras, amo el algodón de azúcar, sí, sentir el sabor de la azúcar derritiéndose en mi boca me causa una sensación única y que me remonta a los tiempos de mi niñez.
Cada vez que veía al 'señor del algodón' pasar por mi casa, corría a buscar $0.25 para comprarme uno; solo escuchar el motor de la máquina me hacía correr de donde fuera y en ocasiones comprarme hasta dos en un día.
Al fondo escuchaba la voz de mi mamá diciendo: "¡Tanta azúcar, Milly, se te van a caer los dientes!", pero aún así me daba la platita para comprármelo.
Pero también tuve una experiencia terrible, un amargo momento que pasé cuando, estando en primaria, un chiquillo de la porra me robó mi algodón de azúcar. La verdad, aún no lo supero; yo iba muy oronda subiendo a mi colegial con mi algodón verde que degustaría en casa, cuando vino él y me lo arrancó de la mano. Lo correteé, le grité, pero logró escapar el infeliz, mientras yo regresaba con el corazón destrozado antes de que el colegial me dejara.
¡Ah!, pero eso no quedó allí, al día siguiente fue mi papá a la escuela a ponerle la queja a la maestra, pues no era concebible que ese chiquillo del turno de la tarde (yo estaba en la mañana), y que no tenía ni tamaño, ya aprendiera a robar. ¡Qué feo!
Ahora de grande, solo han sido buenas experiencias, los tiempos cambiaron, hay algodones de diferentes colores y he tenido que pagar hasta un dólar por él, pero vale la pena.
Mis compañeros, cuando ven a los vendedores me avisan de una vez y aunque hasta se burlan de que soy 'lombricienta' por comer tanta azúcar, son los primeros que quedan pellizcando mi querido algodón.