Mi primer trabajo fue de manzanillo de un cura. Cien dólares al mes por hacer casi nada: contestar el teléfono, organizar los archivos, chocarle los carros, planear una que otra reunión con jóvenes y leer de cabo a rabo la Biblia.
Lo que mejor recuerdo de esos años es la sensación de vacaciones perpetuas. Una deliciosa levedad. Nada de hijos, ni de sobresaltos a medianoche porque uno de ellos tose como un tísico, o porque te traen una nota del colegio, en la que te recuerdan que debes la vida en mensualidades. Nada de deudas con los bancos, ni de afanes por comida, luz, pasaje, medicinas...
El tiempo se me iba entre libros de filosofía y versos, que escribía en cualquiera de los parques de mi barrio, mirando la luna, con la guitarra de aquí para allá, cantándole a esos ojos lindos, sin prisas...
Si creen notar cierta nostalgia, si piensan que este loco preferiría volver a esos años de santa indiferencia, no se equivocan.
Es que la palabra ayer se me agiganta en el pecho, como si tuviera un ave viva prisionera en la garganta, la que a pesar de los tragos amargos convierte en flores sus ahogados trinos.
Lo digo porque el hoy es tan perverso, tan frío. Me miro en el espejo y pienso ¡cuánto has cambiado, muchachito! No sólo por las arrugas tiranas, que se anuncian bandoleras, ni por las canas malditas y burlonas. Lo que pasa es que soy otro en tantas formas. Ahora camino campante en esa zona gris que cuando niño despreciaba, soy tan esclavo de la rutina y de sus olas, como siempre dije no sería.
Por eso me he inventado las salidas. Como aquí en la redacción no puedo ver puestas de sol, pinto con palabras la magia de los arreboles de aquellas tardes de infancia. Como a veces ser hipócrita me evita sinsabores, sobre el papel uso el filo del verbo, para abrir una herida cargada de sinceridad y por ahí veo cuando se asoma un chiquillo cantando.
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