Pertenezco a esa generación de panameños que no pudo ejercer su derecho al sufragio desde la primera vez que estuvo habilitada, por edad, para hacerlo. Simplemente, en los primeros años de la década de los 80 no se celebraban elecciones presidenciales.
Cuando en 1984 pude hacerlo, juro que no dormí esa noche pensando en lo emocionante que sería ir a las urnas.
Y, efectivamente, lo fue. Sin importar el resultado, sentí que yo era parte crucial de la sociedad. No era una ciudadana cualquiera, que pasaba por la vida sin saber qué pasaba. No. Era una ciudadana que podía elegir un Gobierno, que tenía derecho a decidir quién era la persona indicada para guiar la nave del Estado.
Recuerdo que cuando tomé la papeleta de votación temblaba. Tenía miedo de que el piloto se me resbalara y marcara la casilla equivocada. Tenía temor de no saber votar y que el voto fuera nulo. Me parecía todo lo había hecho mal, que la papeleta no estaba bien doblada, en fin, ese voto representó para mí algo tan sagrado, tan requete importante, que pasé días preguntándome si lo había hecho correctamente.
La emoción de ayer fue casi igual, con la diferencia de que ya no tenía temor y sabía muy bien lo que estaba haciendo. Tengo que confesar que siempre siento un cosquilleo en el pecho cuando marco el gancho, y no quedo tranquila hasta saber quién ganó la elección presidencial.
Normalmente estoy trabajando y ocupo mi mente en concentrarme en las páginas del periódico y en lo que se publica para que llegue a ustedes, amigos lectores.
Pero la verdad sea dicha, ayer, durante esos minutos en mi mesa de votación, volví a ser aquella jovencita que votaba por primera vez. Quizás con más sabiduría, pero igualmente emocionada, porque creo en la democracia, creo en la libertad de poder elegir, tal como Dios nos dio el libre albedrío.
Hoy tenemos un tesoro: somos libres para elegir. Mientras tengamos eso, todo lo demás viene por añadidura.