Un anciano que visité en el asilo y que estaba en sus últimos momentos, me entregó este curioso retrato de su vida.
A los 5 años, aprendí que a los pececitos dorados no les gustaba la gelatina.
A los 10, aprendí que era posible estar enamorado de cuatro chicas a la vez.
A los 15, aprendí que no debía descargar mis frustraciones en mi hermano menor, porque mi padre tenía frustraciones mayores y la mano más pesada.
A los 20, aprendí que los grandes problemas siempre empiezan pequeños.
A los 25, aprendí que nunca debía elogiar la comida de mi madre cuando estaba comiendo algo preparado por mi mujer.
A los 27, aprendí que el título obtenido no era la meta soñada.
A los 30, aprendí que cuando mi mujer y yo teníamos una noche sin chicos, pasábamos la mayor parte del tiempo hablando de ellos.
A los 47, aprendí que niños y abuelos son aliados naturales.
A los 63, aprendí que es razonable disfrutar del éxito, pero que no se debe confiar demasiado en él.
A los 67, aprendí que si esperas a jubilarte para disfrutar de la vida, esperaste demasiado tiempo.
A los 71, aprendí que nunca se debe ir a la cama sin resolver una pelea.
A los 76, aprendí que envejecer es importante.
A los 91, aprendí que amé menos de lo que hubiera debido.
A los 92, aprendí que todavía tengo mucho para aprender.
|