Tengo muy buenos amigos, pero uno de ellos es muy especial: él sabe, de antemano, cómo reaccionaré si llega a morir primero que yo.
Sabe, por ejemplo, que me arrepentiré de no haberle dedicado más tiempo, y que no reaccionaré con la razón, como corresponde a un periodista, sino con el corazón. Por si fuera poco, él ya está totalmente seguro de que si le llegara a pasar algo, el pueblo lo llorará. Parece una locura, mas no lo es.
¿Han visto ustedes esa cómica de la abuelita tejedora, que tiene una madeja de hilo y su gato la desenrolla y se va enredando poco a poco en el hilo? Eso es, precisamente, lo que ocurre cuando se extiende un rumor o una "bola" en un pueblo chico.
Yo procedo de uno: Penonomé. Allí labora el psiquiatra Gaspar DaCosta, mi compadre y amigo. El asistió a un seminario en Estados Unidos, y cuando regresó... ¡había muerto y el pueblo lo había llorado! Sin embargo, él estaba vivito y coleando.
No se rían, que no es relajo. Resulta que alguien "informó" que mi querido amigo había muerto en un accidente en Nueva York. La "noticia" corrió de boca en boca y la consternación no se hizo esperar.
En honor a la verdad, Gaspar es uno de esos seres que todos quisiéramos tener cerca. Él es como agua de manantial: claro y transparente. Es un ser que tiene la palabra adecuada en el momento adecuado, aunque lo que diga no sea lo que la persona que lo escucha quisiera oír. Es el amigo sincero, que te da su mano franca, aunque físicamente no esté junto a ti. Por eso se entiende que Penonomé, que lo acogió con cariño, llorara su "partida".
Hubo llamadas a Miami para saber de él y a las oficinas de Salud del más alto nivel.
Hoy puedo reírme de la situación, pero aprovecho la oportunidad para dar gracias porque el padrino de mi hijo sigue con nosotros. Creo que si algo le iba a ocurrir, Dios pensó: mejor lo dejo allá, en la Tierra, donde lo necesito para seguir ayudando a los demás.