Esta semana me he preguntado por qué nuestra generación, aquella de primaria, secundaria y universidad de los años 60, 70 y 80, ha sido tan débil con sus hijos.
¿Saben por qué me lo pregunto? Pues porque mientras más converso con amigas y amigos contemporáneos, más me convenzo de que no tenemos ni el carácter ni el compromiso ni la tenacidad de nuestros padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos para criar chiquillos.
¿Recuerdan ustedes cuando llegaba una visita a la casa y no podíamos "meter la cuchara", so pena de una cuera bien dada después que se fuera el visitante?
¿Recuerdan cómo con una sola mirada de nuestros padres, poníamos pies en polvorosa porque entendíamos la señal de alarma fácilmente y sin chistar?
¿Recuerdan que no nos dejaban golosear? ¿Recuerdan cómo respetábamos el momento de almorzar o cenar juntos? ¿Recuerdan que nos ponían horarios para hacer los oficios y nadie se quedaba de vago? ¿Recuerdan que las madres iban a la escuela cada cierto tiempo para averiguar por nuestras calificaciones? ¡Ay de que hubiéramos sacado un dos y lo tuviéramos escondido!
Hace unos días recordaba con mis compañeros de trabajo y antes de eso con mis hermanos, que nuestras mamás nos pegaban en sílabas: "Te di-je-queosa-li-e-ras-a-la-ca-lle-a-es-ta
-ho-ra-yohi-cis-te-ca-so.
¡Jo!, por cada sílaba era un cuerazo.
Mi hermano recibió una cuera por irse a ver un helicóptero. Imagínense cuántas sílabas tiene la palabra helicóptero. "La próxima vez me voy a ver un avión, así la cuera es más corta", decía.
¿Hemos podido hacer nosotros lo mismo con nuestros hijos? ¡No! ¡Pobrecitos!
Bueno, la verdad es que si mi madre no me hubiera dado algunos correazos en sílabas, hoy no estaría en este medio escribiéndoles esta columna.