Esta mañana fui a ver a Jesús. Me encanta visitarlo en el Sagrario, porque te llenas de una dulce esperanza. Sabes que Él está allí, verdaderamente. Que te ve y te oye.
Entras preocupado y sales feliz, con la alegría del que se sabe amado por toda una eternidad.
Curiosamente, siento que responde mis inquietudes. Es como si le escuchara con los oídos del alma.
Hace poco le dije: "Te quiero". Y me pareció que respondía: "Te quiero".
"Caramba", le dije "Respondes con mis propias palabras".
Le digo algo y me parece que mis palabras rebotan en el Sagrario, como un eco.
Jesús le da nuevos significados a mis pobres palabras.
Le digo: "No me abandones". Y responde: "No me abandones".
No puedo menos que responder: "Señor, nunca te dejaré".
Igual me ocurre con todo lo que le digo: Si le digo: "Te necesito". "Quédate conmigo", mis palabras regresarán con la petición de quien nos ama infinitamente: "Te necesito, quédate conmigo".
Jesús es maravilloso, tiene una forma muy particular de mostrarnos sus caminos.
Siempre recuerdo, particularmente, una vez que lo fui a visitar. Llegué con un problema muy serio sobre mis hombros, al que no le hallaba solución. Me detuve cabizbajo frente a Él y le imploré: "Ayúdame".
En ese instante alguien tocó mi hombro y me dijo suplicante: "Ayúdame".
Volví a mirar a Jesús y le sonreí.
"¡Eres increíble!", le dije.
Y atendí aquel hombre, que sufría más que yo, recordando las palabras de san Alberto Hurtado: "El pobre es Cristo".