HOJA SUELTA
Adolfo Amaya

Eduardo Soto | DIAaDIA

Una de esas tardes grises del año setenta y cuatro apareció por la vieja casona de San Felipe un tipo ensombrerado, con lentes, flaquito y conversador. Traía libros para la escuela, útiles, uniformes y unos cuantos reales para la comida. Mi madre no tenía trabajo y ese verano se le había muerto el marido, mi papá, así que todo lo que nos regalaba ese señor era bien recibido.

El tipo del sombrero siguió llegando. Siempre venía con las manos ocupadas. Aunque fuese con un plato rebosante de arroz, poroto y jarrete. En casa se hizo popular, y hasta los vecinos lo llegaron a conocer por sus curiosidades. Era todo un personaje.

Con el tiempo supe que su aparición no había sido fortuita. Estaba cumpliendo una promesa hecha a mi padre moribundo. Esos dos acordaron que si mi papá moría el otro ayudaría en lo que pudiera a mi mamá.

Y así lo hizo. Adolfo Amaya es el caballero del sombrero. Durante treinta años estuvo pendiente de mí, de mis estudios, mi desempeño en la vida y de mis sueños. Estuvo ahí cuando me gradué de la primaria, la secundaria, de la universidad, cuando me casé; vio crecer a mis hijos, me acompañó en cada curva de la vida, cada escoyo.

El ocho de mayo pasado terminó muerto en un quirófano del Seguro Social. Había entrado el lunes anterior por una hernia, lo abrieron, y durante la operación le picaron los intestinos. Estuvo cuatro días así, sin que nadie supiera que se le estaban infectando las entrañas. El viernes volvieron a abrirlo, pero ya era tarde. El domingo, un prolongado ¡biiiiiiiip! se escuchó sobre su cama: Era el monitor cardiaco que registró su muerte con la larga línea verde de un final injusto.

No me dio tiempo de darle las gracias por su fidelidad al amigo, por su don de gente y generosidad. No me dio tiempo de estar ahí, como él siempre estuvo.

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