Una mesa de cantina. Música. La viruta de humo se eleva sinuosa desde el cigarrillo candente que cuelga sensual de la boca perfecta de esa joven. Alta noche. El licor ya hizo lo suyo, conquistando cuerpo adentro al desprevenido bohemio, quien mira sin mirar las sombras y se contenta con estar ahí, medio vivo, mientras los otros de la mesa cantan, hablan, chistean y juegan a adivinar el futuro de la patria.
Los temas eran distintos: las elecciones; ¿Qué será del PRD ahora que vuelve a tener poderes casi plenos?; lo bien que le queda esa corta falda a la chica de la mesa vecina, y qué tonto ha resultado ser el gordo de Maradona.
De pronto, quedamos atrapados en el asunto inevitable: el juicio Manjarrez. Los amigos habían leído la columna del lunes pasado. Se burlaron un poco de la cara de miedo que les dije que puse cuando descubrí que había estrechado la mano del asesino, pocas horas después del crimen. Una pausa. Nadie bebe. La luz neón se refleja celeste y mortecina en los dientes del ebrio compañero de tertulia, quien venciendo los vapores de su juma dijo: "Nadie va a ganar con ese juicio". Me le quedé mirando con los ojos tan abiertos como me lo permitía la borrachera, porque nunca esperé tal reflexión después de dos botellas de ron. Él agregó: "La iglesia va a perder la poca reputación que le queda". Entonces, la compañera de al lado ripostó: "Y ese muchacho se va a suicidar". "Así es", contestó el ebrio amigo mío, quien después de dar un sonoro golpe en la mesa con la palma de la mano, se empujó un vasazo de aguardiente, en clara señal que para él el tema se había agotado.
Todos lo imitamos y siguió la noche. Fue así que me dejaron en un rincón de dudas, tristón y apesadumbrado, pensando que las cosas ya nunca serán lo mismo, cuando el juicio termine, la iglesia vuelva a ahogarse en sus mares de sangre, y ese chico se quite la vida.
|