Cuando yo era chico me encantaban los circos y me llamaba la atención el elefante.
Durante la función, la enorme bestia hacía despliegue de peso, tamaño y fuerza descomunal... pero después de su actuación y hasta un rato antes de volver al escenario, el elefante quedaba sujeto solamente por una cadena que aprisionaba una de sus patas a una pequeña estaca clavada en el suelo.
Era obvio que ese animal capaz de arrancar un árbol de tajo con su propia fuerza, podría, con facilidad, arrancar la estaca y huir. El misterio es evidente: ¿Qué lo mantiene entonces? ¿Por qué no huye?
Cuando tenía cinco años, pregunté a mi padre por el misterio del elefante. Me explicó que no se escapaba porque estaba amaestrado. "Si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan?", pregunté.
No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente.
Hace algunos años descubrí que el elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde que era muy pequeño.
Estoy seguro de que en aquel momento el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y a pesar de todo su esfuerzo no pudo. Al día siguiente volvió a probar, y también al otro y al que seguía... hasta que un terrible día para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino. Este elefante enorme y poderoso no escapa porque CREE QUE NO PUEDE.
Cada uno de nosotros somos un poco como ese elefante: vamos por el mundo atados a cientos de estacas que nos restan libertad. Si es así, hay que echar mano de la fe.
|