"Unos aprenden a fingir que son felices, otros que son profundos". Fabio Morábito
Hay una delgada línea roja entre la coherencia y su hermana gemela, la incoherencia. ¡Y es tan fácil cruzar esa raya! Basta mentir, mentirse e inventarse un mito. Un mito que predique lo noble de nuestros motivos, mientras sepulta bajo muchas libras de palabrería nuestras sin razones. Mejor me explico con un ejemplo.
Marcela está enamorada de Antonio. Éste no le presta ninguna atención y cuando lo hace, es sólo para ser grosero. Es más, en ocasiones se muestra hasta abiertamente hostil. Antonio no le tiene ningún cariño a Marcela. Sin embargo, sí le atrae Berta.
Al inicio, Berta también parecía inclinarse hacia Antonio. Pero siempre hay un pero. Marcela ha procurado dejarle muy claro a Berta lo cruel y canalla que puede ser Antonio. Lo que se ha callado son sus sentimientos por Antonio. Él, por su parte, no ha sido capaz de expresar civilizadamente que como hombre no se siente obligado a conquistar a toda mujer que se le acerca. Y la pobre Berta tomó como propios los absurdos ajenos.
Los mitos no se quedaron atrás con los griegos. Aún están entre nosotros, y son de uso diario. Con ellos justificamos nuestras debilidades y las disfrazamos de fortalezas. Nuestros egoísmos los barnizamos con bondades. ¿Acaso no hemos sido testigos de una pelea entre vecinos? ¿De cómo adquiere dimensiones genocidas lo que antes del altercado era un simple desliz?
Los mitos no son parte de nuestra historia antigua. Son capítulos recientes que sostienen nuestros prejuicios. ¡Y miren si estamos llenos de ellos! Un mito convertido en justificación de una acción deleznable, no tarda en convertirse en dogma. Y una mente llena de mitos transformados en dogmas, me parece que está bastante lejos de la verdad y debe tener serios problemas diplomáticos con la realidad.
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