El foco

Redacción | DIAaDIA

Para llegar a la casa de los González (el apellido es ficticio para no irrumpir sin permiso en la intimidad de una familia buena gente que me atendió a todo dar con sancocho de gallina dura, fruta y chicha para mis hijos, y abundante ron para mí)

decía que para llegar a la casa de los González, se necesita un tractor. O un burro trepador. Viven a treinta minutos de la ciudad capital, pero monte adentro, en Arraiján.

Es curioso que desde su montaña privada -tienen para ellos sólos diez hectáreas de cerros y selva brava- se puedan ver las torres de transmisión de energía, y hasta las aguas del Canal, pero ellos no tengan luz. Ni ellos ni los vecinos. Dicen que en tiempos del IRHE les pedían casi 15 mil dólares para traerles unos postes y el alambrado. Con las nuevas reglas de la globalización les piden menos... 5 mil.

Claro que ni antes ni ahora esa gente de machete en mano y fogón tiene semejante cantidad de plata. Así que se quedan como están, lavando a mano, en la quebrada cercana, sembrando teca y caoba nacional, criando un ejército de casi dos mil pollos y esperando las seis (cuando baja el sol y el campo se les llena de una luz gris, como el humo) para tomarse en el portal ese café oloroso que se deja acompañar por la inevitable micha de pan.

Son gente santa, que están acostumbrados a la guaricha y a la buena conversación nocturna.

Cuando les pregunté si no les molesta caminar, con el lodo hasta las rodillas cuando no está disponible el tractor, para salir a ver el médico que les pone mala cara en el Seguro, si no están hartos del aislamiento y la oscuridad, el más viejo de la casa (80 años, y ciego) se sonrió y me dijo que no, que es mejor así, porque están más seguros en esas montañas que en la ciudad, donde hay focos, pero no hay paz.

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